El autor de 'El beso' tuvo 18 hijos bastardos
En el pabellón de caza de Mayerling, en el invierno de 1889, cuando se acerca el alba y las bujías están a punto de extinguirse, María Vetsera se pone un camisón bordado y se tiende en el lecho. Rodolfo, el heredero del Imperio de los Habsburgo, se acerca con una rosa roja en una mano y un revólver en la otra. María coge la flor y la lleva a su pecho; su amante dispara a quemarropa sobre la sien izquierda de la muchacha. Son las seis y media de la mañana. Media hora más tarde bebe un trago de coñac, coloca un espejo sobre su mesilla de noche, acerca el cañón a su cabeza y se levanta la tapa de los sesos. Fue el principio del fin de un imperio cuyo último vals duraría todavía un cuarto de siglo antes de desvanecerse entre los cascotes de la derrota definitiva. En esa decadencia brillaron los mejores músicos, arquitectos, escritores y pintores; sobre todo los oropeles modernistas de Klimt. Su lienzo El beso, que ahora cumple 100 años (1908-2008), autobiográfico y fastuoso, se convirtió en emblema universal del deseo.
Gustav Klimt (Baumgarten, Austria 1862-Viena 1918) era un sátiro achaparrado, severo y cetrino que amaba por las mañanas a las muchachas del suburbio y por las tardes recurría a una vida erótica más refinada con las aristócratas liberales que posaban para él. Madrugaba y caminaba desde la Westbahnstrasse, donde vivía con su madre y sus hermanas, hasta el café Tívoli. Desayunaba montones de nata montada y así se llenaba de energía para el resto de la jornada. Desde allí iba al estudio, ejercitaba los brazos y saludaba a las modelos que lo esperaban. Les gastaba bromas y era generoso con ellas, que acudían a él cuando un pariente había muerto y no había dinero para el entierro, cuando una había sido desahuciada y el pintor se hacía cargo del alquiler. Como contrapartida, disponía de las chicas sin límite. Siempre estaban dispuestas para escenas de amor lesbianas o heterosexuales; no sólo satisfacían sus necesidades artísticas, sino que contribuían también a relajaciones que dieron como resultado un reguero de bastardos, de los que sólo cuatro fueron reconocidos.
Las modelos de Klimt se confunden muchas veces con sus amantes. Aunque no era un tipo atractivo, su tosquedad contrastaba con cierto refinamiento y hacían de él un híbrido de sátiro y de asceta, de espíritu mental y sangre semental. Combinaba un aura de magnetismo sexual con la imagen del genio ensimismado y las mujeres se volvían hospitalarias a sus pretensiones. Friederike Maria Beer, que muchos años después se suicidaría en su casa de Hawai, dijo de él que el extraño olor que exudaba, «al principio asustaba y después se percibía como un extraordinario magnetismo animal». Pero sólo en fuentes indirectas, en novelas y guiones cinematográficos, se han restaurado sus pasos perdidos porque así como hay escritores sin obra, hay genios sin biografía y Klimt es uno de ellos. Hasta el punto de que cuando el director Raoul Ruiz rodó, en 2005, una película sobre su vida amorosa tuvo que renunciar a hacer un biopic y conformarse con una mezcolanza de ficción y realidad.
El pintor no hablaba de sí mismo, no escribía sino apenas algunas cartas, ni siquiera se autorretrató nunca. Envuelta en los tules del enigma, el chascarrillo y la leyenda, su verdadera vida privada sigue velada por su pudor o por su indiferencia.
Klimt, sol cenital en el radiante sistema planetario de aquella Viena del cruce de siglos, era introvertido, enigmático y distante. Decía que su persona carecía de interés: «Quien quiera saber algo sobre mí como artista, que es lo único digno de atención, deberá contemplar atentamente mis cuadros e intentar inferir de ellos lo que soy y lo que quiero», dijo.
Hay noticia cierta de lo mucho que amó a Mizzi Zimmermann, la proletaria, madre de Gustav y Otto, dos de los múltiples hijos del pintor que, en cartas tiernas, expresa sin ambigüedad la hondura de su afecto. Laboriosamente le explica por qué le manda dinero por correo y no por giro, muestra preocupación por los niños y los felicita en sus cumpleaños.
La pelirroja Minna fue madre de otro de sus hijos. Algunos especialistas conjeturan que Herma, una de sus modelos favoritas, «la muchacha cuyo trasero –según Klimt– era más hermoso e inteligente que el rostro de muchas otras», dejó de pasar por el estudio al quedarse embarazada del pintor, pero su amante la hizo posar con una barriga de ocho meses para el cuadro llamado La esperanza (1903), que provocó un aluvión de críticas entre los propios artistas y las demás modelos. El simbolismo que envuelve esa composición está relacionado con el nacimiento y temprana muerte de Otto, el segundo hijo de Klimt y Mizzi Zimmermann. La vida y la muerte palpitan en ésta como en otras obras del artista.
Cuando Klimt murió de neumonía, 14 mujeres dijeron ser madres de algún hijo del fauno. Ninguna de ellas fue Alma Mahler o Adele Bloch-Bauer, dos de sus amantes upper class.
El primer beso que recibió Alma Schindler se lo dio a los 17 años Klimt. La que acabaría llamándose Alma Mahler fue coleccionista de genios en una Viena que celebraba la dulzura de la vida a pesar de las guerras en el imperio agónico de los Habsburgo. Fue la más chispeante mujer fatal de un tiempo que la reconoció como bella y ambiciosa.
Amó a Klimt, se casó con Mahler, se entregó a un erotismo devastador con Kokoschka, protegido de Klimt, y a esa pasión tórrida siguieron tres bodas más. A Adele Bloch la pintó dos veces, uno de esos retratos se convertiría en uno de los cuadros más caros de la Historia cuando el magnate americano de la cosmética Ronald Lauder pagó por él 107 millones de euros en 2006.
Hija de un banquero opulento, enferma sufriente, frágil y oscura, delgada y elegante, fumaba como una chimenea. Se casó en un matrimonio de conveniencia y el psiquiatra Salomon Grimberg afirmó que encontró consuelo en los brazos agradecidos de Klimt. Es seguro que durante años se vieron en el salón en que ella convocaba a artistas como Zweig, Arthur Schnitzler, Otto Wagner, Richard Strauss o Mahler.
Sólo podemos conjeturar acerca de otras muchas mujeres ricas y liberales que posaron para él y saciaron alguna vez su sed irrefrenable de sexo. Sonja Knips, Serena Lederer, Ria Munck (sobrina de la anterior, que a los 24 años se disparó en el lado izquierdo del pecho con un revólver de cinco milímetros de calibre), Marie Hennenberg, Margaret Stonborough (hermana del filósofo Ludwig Wittgenstein) o Eugenia Primavesi eran mujeres dominantes y se vinculan a la temática klimtiana de las castradoras, cuya belleza venenosa culmina en las dos Judith que pintó. Buscaban ser inmortalizadas, un retrato del genio era un trofeo, un símbolo de pertenencia al grupo de las elegidas y por eso estaban dispuestas a pagar 20.000 coronas. Egon Schiele cobraba sólo 600 y menos aún Oscar Kokochska, los sucesores de Klimt en la vanguardia vienesa.
Viena era entonces la capital del psicoanálisis y el doctor Freud, que había tratado a Alma Mahler y a Lou Andreas-Salomé, se asomó también a los abismos del alma de Klimt. Asombrado ante la exuberancia amatoria del pintor, el psiquiatra aventuró una explicación. Dijo que las tensiones de su vida privada y la solvencia de su libido eran la fuerza generatriz de sus creaciones. Su hipótesis era que dado que en la Viena finisecular el sexo era tabú, el deseo se sublimaba en logros artísticos. Así, la represión sexual estaría en el origen de la alta cultura. Pero esa teoría no era aplicable a Klimt, que hacía tanto gasto en el lienzo como en el lecho.
Años después, el doctor Wolfgang G. Fischer publicó un libro en el que afirmaba que la complicada vida amorosa del artista tenía su causa en una relación edípica no sólo con su madre, sino con las dos hermanas con las que vivió toda su vida y que soportaron con estoicismo su hipocondría, sus resacas, sus forúnculos y sus habituales dolores de cuello.
Amaba a las mujeres y las embellecía en su obra. Lascivas y arrogantes, solas o enlazadas, siempre las pintaba bellas y a veces fatales, en un caleidoscopio envenenado de exceso de colores.
Fascinado por bellas durmientes abandonadas a sus ensoñaciones eróticas y afectado de horror al vacío, recurría al oro, las flores, a veces al agua y también a la noche, para resaltar la vibrante soledad de sus modelos, imantadas de erotismo.
Murió soltero, pero dejó 18 vástagos y en su lecho de muerte y apoplejía sólo reclamó la presencia de Emilie Flöge, a la que amó durante 32 años. La sedujo cuando ella cumplió los 17 y la quiso tanto que no la entrampó en el matrimonio para evitarle el dolor de su promiscua avidez de fauno.
A los 28 años la pintó, alta y esbelta, en transparencias azules y delirios modernistas en un lienzo vertical y kitsch. Y volvió a pintarla en el más celebrado de sus lienzos, El beso, que cumple ahora 100 años (2008). Debería colgar en los cuarteles de bomberos como emblema del fuego. Pocas veces la tensión amorosa resultó tan incendiaria y, al tiempo, tan mística. Los dorados evocan el arte bizantino de los iconos que Klimt había visto en Rávena. La magnificencia de la paleta de colores da al tema un halo sagrado; la composición es una ósmosis de cuerpos y decorados, un patchwork simbolista para referir la sublimidad del deseo.
Los amantes. En un telón de fondo dorado, una pareja enlazada en un parterre de flores ataca los primeros compases de una consumación.
El mosaico de los vestidos varía según el sexo: rectángulos negros y blancos para el hombre, círculos dorados para la mujer; la agresividad fálica de los ángulos frente a la serenidad de las curvas. La mujer, arrodillada y con los ojos cerrados, se ofrece al amante. La pareja, extasiada en su prólogo, está fuera del tiempo y del espacio, absorta en sí misma. El prado de los amantes finaliza de forma brusca, como si la pasión fuera una cima asomada al precipicio.
Klimt asimilaba el placer sexual al gozo artístico: un paroxismo condenado a la melancolía.
En El beso quiso representar el destello de un encuentro inaugural. El detonador activa el explosivo, estallan las hormonas y comparece la plenitud como un fulgor.
Klimt sabe a lo que se refiere porque aquel beso era la representación del que dio por vez primera a Emilie Flöge.
Críticos e historiadores han acordado que esta obra maestra los representa a ambos. Reparan en el cuello robusto del amante con piel morena de marino, reparan en que si ella se levantara claramente se vería que era más alta que él. Sólo por discreción, el pintor ha suavizado la barbilla de Emilie, ha ensanchado sus cejas y ha aclarado el color de su pelo.
Emilie Flöge era una adolescente cuando conoció al pintor, que contaba sus amantes por docenas. Era la cuarta hija de un artesano de la madera que prosperó gracias a las pipas de espuma de mar. Tenía dos hermanas –Pauline y Helene– y un hermano. Helene se casó con Ernst Klimt, hermano del artista, por lo que Gustav se convirtió en cuñado de la hermana de su amante.
El pintor la introdujo en el mundo de la bohemia, con sus artistas promiscuos, politoxicómanos de hachís, absenta y lujuria, sus modelos de equívoca reputación y sus mecenas decadentes.
Unidos por la sensualidad y el secreto, se veían casi a diario y pasaban los veranos juntos en la residencia campestre de los padres de ella en el lago de Atter. Él eludía el compromiso para tener las manos libres con otras mujeres. Ella lo sabía, pero profesaba las ideas del amor libre y supo aceptar que Klimt no había nacido para la monogamia. Él llegó a escribirle varias postales y tarjetas en un mismo día. Emilie ejercía como protectora, su independencia económica le permitió no ser una subordinada al servicio del genio, sino una musa intelectual y formal. Con la ayuda de él, abrió en la Mariahilfstrasse una tienda exclusiva de modas.
Diseñaba vestidos vanguardistas que llamaron la atención del mismísimo Paul Poiret, el más audaz de los modistos, viajaba a París para comprar tejidos en chez Chanel o chez Rodier.
Mezclaba la alta costura con la alta cultura. Jamás se casó.
Loco de amor. El mismo año, 1918, en que el imperio Austro-Húngaro, en las trincheras del frente, agotó sus últimos esplendores de águilas bicéfalas y de valses lánguidos, moría Gustav Klimt, loco del arte y del amor. Sólo dos mujeres ocupaban su corazón en su última hora: Emilie Flogë, su Eva perenne, y la bailarina Cléo de Merode, su imposible Lilith, acaso la mujer más bella de su tiempo y acaso la única que se resistió al acoso del fauno.
En la autobiografía de la primaballerina, El ballet de mi vida, desfilan reyes como Leopoldo de Bélgica, escritores como Proust, músicos como Massenet, arquitectos como Adolf Loos, marqueses españoles, príncipes rusos, el Shah de Persia o el magnate Randolh Hearst, pero no hay una sola referencia al iluminado genio austriaco que pensaba en ella cuando componía su Danae y su Judith mientras su corazón proclamaba Gloria in excelsis Cleo.
'El beso'. En la obra más conocida de Klimt aparece el pintor con su amante Emilie Flöge.
Adele Bloch-Bauer en una foto de 1910.
El retrato de Adele Bloch-Bauer se vendió en 2006 por 107 millones de euros.
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